Estas líneas quieren ofrecer una ágil presentación del proceso al que fueron sometidos los templarios en los primeros años del siglo XIV, proceso que culminó con la supresión de la Orden en una página dramática de la historia de la Iglesia. A través de los datos analizados quedan al descubierto mecanismos profundos del mal que destruyen corazones y que llevan a injusticias sin nombre, pero que no son capaces de aniquilar la bondad y el heroísmo de quienes son capaces de dar su vida por la verdad y la justicia.
A. La Orden del Temple
1. Los templarios surgieron a inicios del siglo XII, tras la conquista de numerosos lugares de Tierra Santa y de Jerusalén por parte de la I cruzada (1095-1099). Los cruzados organizaron un reino propio, en el que Balduino I fue declarado rey de Jerusalén (1100-1118). Con el nuevo rey, muchos cruzados decidieron quedarse en las zonas conquistadas para evitar que los sarracenos las conquistasen de nuevo.
Entre quienes se ofrecieron a permanecer en la zona, encontramos a Hugo (Hugues) de Payens, un caballero que deseaba unir en su vida dos ideales: los de la caballería y los de la vida monástica. Con 8 compañeros fundó en 1118 ó 1120, en la ciudad de Jerusalén, una Orden militar de caballeros (poco antes había sido fundada la primera, la Orden de San Juan de Jerusalén u hospitalarios).
Parece que se autodenominaron “pobres caballeros del Cristo”, aunque también fueron conocidos con otros nombres: “Christi milites” (soldados de Cristo), “Milites Templi” (soldados del Templo, o del “Temple”, como todavía hoy se les conoce).
Los templarios emitían, además de los tres votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia, un voto especial de defender y escoltar a los peregrinos y viajeros que se trasladaban en Tierra Santa. Les fue dado, como lugar de residencia, una parte del edificio que ocupaba el segundo rey de Jerusalén, Balduino II (1118-1131) que, según se creía, estaba situado donde había sido levantado el templo del rey Salomón.
2. La Orden de los templarios tuvo como insigne amigo y promotor a san Bernardo de Claraval, por cuyo influjo adoptó una regla similar a la benedictina. Consiguió pronto el reconocimiento pontificio por parte del Papa Inocencio II, con la bula “Omne datum optimum” del año 1139: desde ese momento los templarios dependían únicamente del Papa.
El hábito que les distinguía era blanco (como el usado por los cistercienses) con una visible cruz roja. Entre sus miembros, existía una especie de jerarquía. Estaban, por un lado, los caballeros, que solían ser nobles o de familia noble, y se dedicaban a las artes militares. Había también un grupo reducido de sacerdotes o capellanes, para las misas y demás celebraciones litúrgicas. Además, había un numeroso grupo de escuderos, normalmente de la clase media, y de hermanos legos, dedicados al servicio doméstico. La dirección suprema de la orden corría a cargo de un Maestre que fungía como una especie de abad.
3. Durante los siguientes decenios, la Orden del Temple tuvo un amplio crecimiento y expansión. Había templarios en Tierra Santa, Chipre, Francia, los reinos de España, Italia, Inglaterra, Alemania. En el año 1300 se calcula que había unos 4000 caballeros de la Orden, a los que habría que sumar un buen número de servidores.
Los templarios habían conseguido una fama merecida, sobre todo por el valor mostrado en acciones de combate. Sus gestas fueron cantadas por la poesía medieval, lo cual muestra el aprecio que recibieron de sus contemporáneos. Una de las últimas hazañas militares por la que se les distingue fue la defensa de la postrera plaza cristiana en Tierra Santa, Tolemaida (San Juan de Acre), que cayó en 1291 bajo el ataque de un numeroso ejército sarraceno, y que implicó la muerte, entre tantos otros templarios, del Maestre de la Orden, Guillermo de Beaujeu. Por sus conocidos gestos de heroísmo, el Papa Bonifacio VIII no dudó de hablar de los templarios como de “atletas del Señor” y de “guerreros intrépidos”.
No faltaron, sin embargo, momentos de tensión y de lucha entre las Órdenes de caballería, en los que los templarios se mostraron inclinados más a defender sus propias ideas e intereses que a colaborar con los demás cristianos de Tierra Santa. Es triste tener que recordar que incluso hubo una sangrienta “guerra civil” entre los templarios y los hospitalarios, con miles de muertes por ambas partes, en la segunda mitad del siglo XIII.
Otro aspecto a destacar es que la Orden del Temple, nacida con ideales de pobreza, fue adquiriendo un importante poder económico. Los templarios llegaron a ser importantes prestamistas y acaudalados “banqueros”, con lo que es comprensible que no faltasen envidias y críticas ante su ventajosa situación financiera.
4. La pérdida de Tolemaida (Acre) implicó el inicio de una nueva fase en la vida de la Orden. Si los templarios habían nacido en función de la defensa de Tierra Santa, tenían ahora que asumir nuevas tareas en la vida de la sociedad y de la Iglesia católica, y tal vez no tenían una clara idea de lo podían hacer por la cristiandad. Organizaron su cuartel general en la isla de Chipre, una especie de avanguardia cristiana en espera de la “reconquista” de Palestina; pero muchos templarios marcharon a vivir a Francia, una de las naciones que más vocaciones había dado a la Orden.
Su actividad como “banqueros” aumentó en esos años, y no faltaron voces malévolas que los acusaban de enriquecerse excesivamente. Pero algunos estudiosos afirman que no practicaban la usura, y ello explica que la gente recurriese a ellos con más confianza que respecto a otros que sí pedían intereses muy elevados por los préstamos. Otros expertos han mostrado que no eran tan ricos como se sigue repitiendo una y otra vez: según algunos estudios, tenían muchos menos bienes inmuebles que los poseídos por los “austeros” cistercienses...
5. En este nuevo contesto aumentaron las envidias, y no faltaron quienes empezaron a hacer circular dicherías o calumnias de diversa gravedad, en especial sobre los ritos secretos con los que eran admitidos los nuevos caballeros. Pero la fama y la integridad de los templarios era tan ampliamente reconocida, que esas primeras críticas no fueron prácticamente tenidas en consideración.
B. La preparación del drama
6. Los problemas inician a partir de la serie de intrigas, maquinaciones, calumnias, y, como veremos, abusos que llegaron hasta niveles de injusticia y violencia insospechados, por parte del rey de Francia, Felipe IV el Hermoso (1268-1314), y de su fiel servidor y hábil jurista Guillermo (Guillaume) de Nogaret (ca. 1260-1313).
Felipe IV promovió una política de tipo absolutista y participó en numerosas guerras con momentos de victoria y con importantes derrotas. Para financiar sus enormes gastos militares no dudó en usar métodos “extraordinarios”. Decidió imponer impuestos a los clérigos y controlar en parte los asuntos eclesiásticos, lo que le llevó a un fuerte enfrentamiento con el Papa de entonces, Bonifacio VIII (Benedicto Caetani o Gaetani, 1235-1303).
Felipe el Hermoso mostró su astucia y su malignidad en diversos momentos de su choque con el Papa. Por ejemplo, cuando Bonifacio VIII envió una bula, “Ausculta fili carissime” (5 de diciembre de 1301) para pedir al rey que se presentase en Roma y respondiese a diversas acusaciones de tiranía y de abuso sobre el clero, Felipe IV mandó quemar el texto papal y lo sustituyó por otro texto falso en el que hacía decir al Papa cosas absurdas que no había afirmado. De este modo, pretendía provocar una reacción de la gente y de parte del clero a su favor, como si fuese víctima de la “malignidad” de Bonifacio VIII.
El rey francés pudo contar, además, con aliados de peso en Italia: dos cardenales de la potente familia Colonna defendían la idea de que Bonifacio VIII era un Papa ilegítimo. Los cardenales Colonna fueron excomulgados, pero consiguieron huir a Francia para pedir la protección de Felipe IV, mientras que algunos de sus familiares en Italia continuaban sus intrigas contra el Papa.
7. En este contexto de tensiones se produjo la tristemente famosa afrenta de Anagni. Cuando el Papa se disponía a emanar, el 8 de septiembre de 1303, el decreto de excomunión contra el rey francés, el día anterior Guillermo de Nogaret consiguió entrar por la fuerza en la ciudad de Anagni (donde residía el Papa), con la ayuda de un grupo de mercenarios y el apoyo de la familia Colonna. Allí apresó al pontífice y buscó maneras de obligarle a la renuncia y a la convocatoria de un concilio. Sólo una revuelta popular de la gente de Anagni pudo liberar a Bonifacio VIII. Pero la salud del Papa quedó seriamente quebrantada: moría el 11 de octubre de ese mismo año.
8. Tras la muerte de Bonifacio VIII, los cardenales eligieron Papa a Nicolás (Niccolò) Boccasini (1240-1304), que tomó el nombre de Benedicto XI y sólo gobernó la Iglesia por un año (1303-1304). En ese breve tiempo hizo importantes concesiones a Felipe el Hermoso y absolvió a los Colonna, pero no a Nogaret, a quien mantuvo la excomunión por la afrenta de Anagni.
9. El cónclave de 1304-1305 fue especialmente difícil y largo, pues en él se enfrentaron, de una parte, los partidarios del rey de Francia y de la familia Colonna, y de otra, los defensores del legado de Bonifacio VIII. Al final, los cardenales eligieron a Bertrand de Got (ca. 1264-1314), arzobispo de Bordeaux, que se encontraba en esos momentos en Francia.
El nuevo Papa tomó el nombre de Clemente V y fue coronado en Lyon. Gobernó la Iglesia de 1305 a 1314. Aunque inicialmente mostró el deseo de partir hacia Italia, por diversos motivos fue posponiendo el viaje, hasta que al final fijó la residencia papal en Aviñón. De este modo, quedó expuesto notablemente a las intrigas del rey y de su fiel ministro Nogaret. Además, contribuyó a que la curia papal fuese cada vez más “francesa”, al nombrar a numerosos cardenales de Francia.
Clemente V estaba aquejado por diversas enfermedades que limitaban no poco su servicio a la Iglesia. Era, además, un hombre muy apegado a su tierra y a su familia, a la que favoreció enormemente. También tenía no poco aprecio por el dinero: llegó a acumular más de 1 millón de florines, de los cuales una importante cantidad pasó a sus familiares, 200 mil florines fueron dedicados a obras pías, y sólo quedaron 70 mil florines para su sucesor.
Con los nombres de Felipe IV el Hermoso, Guillermo de Nogaret y Clemente V estamos ya ante los principales protagonistas de la condena de los templarios, que vamos a presentar en sus momentos más importantes. Conviene, antes de presentar la historia de una tragedia, hacer mención del “proceso” contra Bonifacio VIII, pues nos ayudará a comprender hasta qué punto el rey francés era capaz de inventar calumnias y de suscitar “testigos” en pos de sus ambiciones de poder y de venganza.
10. El “proceso” contra la persona del Papa Bonifacio VIII venía siendo organizado ya desde 1303, y llegó a tomar cuerpo a causa de las numerosas presiones y amenazas que ejercieron Felipe IV y Nogaret (que seguía excomulgado precisamente por haber encarcelado al Papa) sobre Clemente V. Éste intentó de diversos modos eludir el asunto, pues conocía la honradez de su predecesor. Al final accedió a escuchar a los acusadores que se presentasen contra Bonifacio VIII, y luego permitió que se abriese el proceso en Aviñón (1310).
Contra el Papa Caetani no sólo testimonió su agresor, Nogaret, sino una serie de personajes turbios, entre los que no faltaron monjes o sacerdotes indignos, que llegaron a inventar calumnias de lo más pintoresco y absurdo. Alguno acusó a Bonifacio VIII de hereje; otro, de haber asesinado al anterior Papa, Celestino V (ca. 1210-1296); otro, de no mirar a la hostia durante la consagración; otro, de haber dicho que la religión cristiana estaba llena de falsedades; otro, de proferir que las religiones judía, mahometana y cristiana eran invenciones humanas; otro, que no quiso recibir la Eucaristía antes de morir. No es difícil comprender que tal cúmulo de acusaciones, ofrecidas “espontáneamente” y con lujo de detalles, no podrían sino ser motivadas e incitadas por alguna mente resentida y perversa como la de Nogaret. No hay que olvidar esto, para comprender el tenor de las acusaciones y la astucia casi diabólica que se hizo patente en el esfuerzo por destruir a los templarios, también con la mano y la mente de aquel “fiel ministro” de Felipe IV.
C. Acusaciones y procesos contra los templarios
11. No creemos que la historia sea el resultado de fuerzas ciegas ni de factores anónimos que dirigen, como marionetas, a sus protagonistas. Esto se hace patente en el tema de la disolución de los templarios: el drama de esta Orden militar no acaeció como resultado de una fatalidad inevitable, sino como consecuencia de ambiciones profundas, de odios encendidos, de voluntades maquiavélicas, de miedos y de torturas usadas con astucia calculada hasta el detalle.
Conviene subrayar, como ya dijimos en el punto 4, que la identidad de los templarios estaba en parte en entredicho por la desaparición de los enclaves cristianos en Tierra Santa. Ello llevó, por ejemplo, a que uno de sus enemigos, Pedro Dubois, en una obra titulada “De recuperatione Terrae Sanctae” (1305-1307), propusiese la supresión de la Orden del Temple o su fusión con la Orden de San Juan. ¿Motivos? Pedro Dubois no señala ningún escándalo ni acusación como las que serán inventadas en Francia, sino simplemente señala que los templarios han perdido su razón de ser, pues no tienen peregrinos a los que escoltar...
12. El drama inicia, como ya insinuamos, con las ambiciones económicas, las envidias y los odios de Felipe IV el Hermoso. ¿De dónde nacieron estas actitudes? No es fácil saberlo, sobre todo si señalamos que los templarios (de origen francés) apoyaron al rey en sus disputas contra Bonifacio VIII, y que el mismo rey confirmó, el año 1304, todos los privilegios dados en Francia a la Orden militar.
Pudo haber influido en Felipe IV un hecho personal: en 1306, tras una sublevación ocurrida en París, el rey encontró protección segura al refugiarse en la fortaleza (el Templo) que tenían los templarios de la ciudad. Quizá este hecho hizo pensar al monarca en el “peligro” que implicaba la existencia de un grupo de hombres tan poderosos, y le llevó a poner en marcha la idea de destruirlos. Una vez más la historia muestra cómo la gratitud es una virtud muy extraña entre los hombres, pues el que los templarios hubiesen defendido y salvado la vida del rey debería haber sido un motivo suficiente para refrenar las ambiciones del monarca...
Hemos de recordar, además, que la Orden del Temple era famosa por sus riquezas, y que fungía en muchos lugares como si se tratase de una especie de “banco”, capaz de dar préstamos, de custodiar bienes de valor, etc. Según parece, cuando Felipe el Hermoso estuvo en el Templo de París, fue llevado a contemplar el abundante tesoro custodiado por los templarios. La ambición se despierta de modo muy intenso a través de la vista, máxime cuando eran cuantiosas las deudas que agobiaban al rey francés.
13. Había que conseguir dinero, de modo rápido y sin intereses. Una primera acción de Felipe IV consistió en arrestar y exiliar a todos los judíos de su reino el 21 de julio de 1306, lo que le permitió apropiarse de todos sus bienes. Más tarde, en 1311, haría algo parecido con los mercaderes italianos. En 1307 les llegaba el turno a los templarios. Para acaparar sus riquezas, sin embargo, habría que anular su poder, su prestigio y, sobre todo, su dependencia directa del Papado.
14. La primera fase consistió en buscar y reunir acusaciones contra los templarios. Entre los primeros “testigos” encontramos a un personaje turbio, Esquiu de Floyran, que decía haber sido templario y que había cometido diversos delitos que le llevaron a la cárcel. Una vez en libertad, se dirigió primero a la corte del rey de Aragón, Jaime II, con una serie de graves acusaciones contra la Orden del Temple que habría obtenido, supuestamente, de un templario apóstata conocido en la cárcel. El rey aragonés no hizo ningún caso de estas acusaciones, y entonces Esquiu marchó a Francia. No es fácil imaginar que alguien dirigía los pasos y las acusaciones de este hombre, como antes alguien había coordinado e incitado a tantas personas, incluso eclesiásticos, a proferir acusaciones absurdas contra Bonifacio VIII...
Las calumnias de Esquiu fueron, obviamente, muy bien acogidas por Felipe el Hermoso, y no falta quien insinúa que detrás de Esquiu estaba la astucia y la imaginación de Guillermo de Nogaret. El rey pudo también “reunir informaciones” de algunos templarios que habían dejado la orden o habían sido expulsados por su mala conducta (lo cual ya los hace testigos poco fiables). Incluso el rey instigó a doce falsarios para entrar en la Orden y actuar como espías, para poder testificar así contra los templarios.
Felipe IV iba informando de las distintas críticas y acusaciones al Papa para preparar el terreno a la hora de presionarle a iniciar un proceso contra la Orden del Temple. Clemente V empezó a dudar de la inocencia de los templarios y llegó a pensar en la necesidad de una investigación, una idea que barruntaba ya en el verano de 1307.
15. Previamente, el rey había realizado una maniobra que resultó vital para su proyecto. El Maestre de los templarios, Jacobo (Jacques) de Molay (ca. 1243-1314), residía en Chipre (que, como dijimos, esa la sede central de la Orden) y habría que atraerlo a Francia. El Papa lo llamó, quizá en parte con la idea de que había que analizar ciertos proyectos para preparar la conquista de Tierra Santa, quizá también para pedirle una defensa de la Orden. Jacobo no intuyó el peligro al que iba a exponerse, y partió hacia Francia con un nutrido grupo de caballeros. El rey, de manera cínica, lo agasajó grandemente en París, e incluso le permitió ser padrino de uno de sus hijos. La víctima había caído, sin saberlo, en una complejísima telaraña de la que sólo lograría librarse con la muerte.
Mientras, Felipe IV terminaba de mover las últimas piezas para que el plan fuese perfecto. Tenía como confesor a Guillermo Imbert, que era, además, el gran inquisidor del reino. Con su apoyo, en nombre de la Inquisición, el rey podía echar mano a los templarios bajo la falsa acusación de herejía, con lo que evitaba el problema de la invulnerabilidad de una Orden que dependía directamente del Papa.
16. Empieza el drama. El 14 de septiembre de 1307, el rey envía órdenes secretas para que la mañana del día 13 de octubre se proceda al arresto de los templarios presentes en su reino y a la incautación de todos sus bienes. La ejecución del mandato real cogió de sorpresa a Jacobo de Molay (que se encontraba en París, preparando un viaje a la corte papal para defender a la Orden de las acusaciones que corrían ya por todas partes) y a los más de 1000 templarios (tal vez 2000) residentes en Francia. Para tal arresto masivo, el rey contó con un eficaz ejército privado y una especie de policía, que ya habían mostrado su destreza a la hora de arrestar y expulsar a los judíos. La “conquista” de la fortaleza (el Templo) que los templarios tenían en París corrió a cargo del mismo Nogaret, que convirtió a aquel recinto en la cárcel de los que antes eran sus propietarios...
El golpe fue tan inesperado que el mismo Papa Clemente V tuvo que protestar ante el abuso real, con una carta fechada el 27 de octubre de ese mismo año 1307. Envió, además, a dos cardenales, Berenguer Fredol y Esteban de Siuzy, para conminar al rey a que pusiese en sus manos las personas y los bienes de los templarios. Veremos en seguida cómo maniobró el rey ante esta petición papal.
17. Antes de la llegada de los dos cardenales, el rey empezó a conseguir “resultados” muy favorables a sus planes. Los comisarios reales torturaban a los templarios y les obligaban a confesar sus delitos. Cuando éstos cedían psicológicamente, llamaban a los inquisidores que recogían las “confesiones” de los presuntos culpables. Muchos templarios sucumbieron y se acusaron de delitos contra la fe y contra la moral (normalmente de aquellos delitos sobre los que se les preguntaba según una lista previamente preparada por los inquisidores).
Jacobo de Molay, que tenía unos 64 años, cedió a la presión psicológica, si bien parece que no fue torturado físicamente. El 24 de octubre de 1307 declaró, ante el inquisidor Imbert y varios testigos, haber renegado de Cristo y haber escupido sobre la cruz. Más aún, envió una carta a todos los templarios de Francia para que confesasen, por mandato suyo, aquellos delitos de los que fuesen acusados. No es el momento de juzgar este gesto de debilidad. Quizá lo comprenderíamos mejor si dejásemos de pensar que los héroes son impasibles, cuando en realidad son tan humanos que también pueden tener sus momentos de flaqueza. Jacobo no soportó la presión psicológica y firmó una falsa confesión de delitos. Veremos que, en el decurso de los hechos, aumentará su entereza moral y llegará a dar, con su muerte, testimonio de amor a la verdad y de la inocencia de su Orden.
18. Los dos cardenales enviados por el Papa fueron recibidos con bastante retraso. El rey los acogió con benevolencia. Renovó sus promesas, llenas de no poca hipocresía, de fidelidad a la Iglesia, y manifestó su disponibilidad de entregarles las personas de los templarios, pero sin liberar, por el momento, a ninguno. Poco tiempo después los cardenales consiguieron entrevistar a Jacobo de Molay y a varios templarios en la cárcel, y éstos hicieron sus primeras retractaciones.
El Papa, por su parte, estaba indignado por el papel que la Inquisición había jugado en Francia contra los templarios. Por eso, a inicios de 1308, suspendió de su cargo a Guillermo Imbert. Además, privó a la Inquisición francesa de competencias en el asunto de los templarios, y pasó el proceso a los tribunales diocesanos. Por desgracia, el Papa no mantuvo estos gestos de valor, pues más adelante, bajo las presiones del rey, confirmó a Imbert como juez para el caso de los templarios.
19. Mientras, Felipe IV había enviado una pregunta a la facultad teológica de París: ¿tenía el rey de Francia la facultad de apresar, juzgar y condenar a los herejes? La facultad le dio una respuesta negativa. Entonces empezó a promover, a través de Pedro Dubois (jurista francés rico en ardides y precursor de la “propaganda” panfletaria, al que ya mencionamos por un primer escrito contra los templarios), una serie de ataques contra Clemente V, al que acusaba de poca firmeza para gobernar la Iglesia y de haberse dejado sobornar por los templarios. En uno de sus escritos, Dubois le recuerda al rey cómo Moisés conminó a los israelitas para que asesinasen a los infieles del pueblo, sin pedir permiso a Aarón: también el rey podría actuar así, sin tener que avisar al Papa...
Para aumentar su presión sobre Clemente V, Felipe IV convocó los estados generales para el 5 de mayo de 1308, en la ciudad de Tours. Allí recibió un apoyo casi unánime: los templarios merecían la pena de muerte por ser herejes y por haber cometidos crímenes nefandos. Las calumnias y las presiones del rey habían logrado una nueva victoria, y todavía quedaba uno de los puntos más difíciles: doblegar la voluntad del Papa.
20. El rey quiso encontrarse con Clemente V en la ciudad de Poitiers (que fue durante bastante tiempo residencia provisional del Papa), de mayo a julio de 1308. El rey reconoció al Papa su competencia para juzgar a la Orden del Temple, si bien “se ofrecía”, para “ayudar” al Papa, a mantener en arresto a la mayor parte de los templarios. Permitió, además, que un grupo de templarios, bien seleccionados, se presentasen ante el pontífice, al mismo tiempo que inventaba excusas absurdas para impedir que Jacobo de Molay y otros jefes insignes de la Orden pudiesen ser interrogados por el Papa. Los prisioneros seleccionados se acusaron de tales delitos y con tanto descaro que Clemente V quedó muy impresionado.
21. Fue entonces cuando el Papa se decidió del todo a iniciar el proceso, llevado a cabo en un doble binario. Por un lado, habría un proceso pontificio, en el que se analizasen los eventuales delitos de la Orden en su conjunto; por otro, los obispos realizarían procesos diocesanos para analizar los presuntos delitos de los templarios en cuanto personas particulares.
Además, y siempre bajo las presiones del rey, el 22 de noviembre de 1308 Clemente V pidió que fuesen arrestados y juzgados los templarios de las demás naciones cristianas, y que sus bienes pasasen bajo el control de la Iglesia. Aludiremos un poco más adelante a cómo fue acogida y aplicada la orden papal.
22. Hubo que esperar a noviembre de 1309 para que diese inicio el proceso pontificio contra la Orden del Temple. Fue llamado a declarar Jacobo de Molay. Después de unos momentos de vacilación, defendió públicamente la inocencia de la Orden, y declaró su fe católica, lo cual era una importante retractación pública de lo que había firmado bajo las presiones psicológicas durante los primeros meses. Las palabras de Molay debieron de sentar muy mal a uno de los personajes presentes en la comisión y que ya nos es suficientemente conocido: Nogaret. Con permiso del obispo que presidía el tribunal, Nogaret empezó a interrogar a Molay y éste le desmintió sus acusaciones llenas de veneno. Al final, Jacobo de Molay pidió que se le concediese la gracia de escuchar misa, lo cual no pediría alguien que fuese verdaderamente hereje...
Durante el proceso, otros caballeros templarios empezaron a retractar sus “autoacusaciones”. Uno de ellos, Ponsard de Gisi, tuvo la osadía de exponer a qué torturas había sido sometido para ser obligado a declararse culpable:
“Tres meses antes de mi confesión me ataron las manos a la espalda tan apretadamente que saltaba la sangre por las uñas, y sujeto con una correa me metieron en una fosa. Si me vuelven a someter a tales torturas, yo negaré todo lo que ahora digo y diré todo lo que quieran. Estoy dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal de que sea breve; que me corten la cabeza o me hagan hervir por el honor de la Orden, pero yo no puedo soportar suplicios a fuego lento como los que he padecido en estos dos años de prisión”.
23. Cada vez eran más los templarios que retractaban lo firmado bajo torturas y que se mostraban dispuestos a defender a su Orden. Entre febrero y abril de 1310, más de 500 templarios quisieron dar este paso y se ofrecieron para hablar ante los jueces en París. Muchos de ellos sabían a qué se estaban arriesgando: en aquel tiempo, el hereje que primero confesaba sus errores y luego se retractaba, podía ser condenado a la hoguera.
Ante tal multitud de hombres dispuestos a defender a la Orden, los jueces determinaron que los templarios escogiesen a algunos representantes que pudieran hablar en nombre de todos. Fueron elegidos Pedro de Bolonia (Pietro di Bologna) y otros tres templarios. El 1 de abril de 1310 entregaron un primer escrito de defensa, en el que negaban como absurdas las acusaciones, recordaban que muchos templarios habían confesado a causa de las torturas y del miedo a la muerte, y pedían, finalmente, lo siguiente:
“Imploramos la misericordia divina, que se haga justicia, puesto que ya por un tiempo excesivo hemos padecido una persecución injusta. Como cristianos fieles y fervorosos pedimos la recepción de los sacramentos de la Iglesia”.
No faltaron, hay que reconocerlo, algunos ex-templarios que renovaron las acusaciones contra la Orden, así como otros prisioneros que ratificaron sus confesiones acusatorias. Pero las contradicciones sobre algunos puntos eran tan manifiestas que los jueces no consiguieron mucho de estas declaraciones.
24. La valentía recobrada por las víctimas ponía al rey en graves problemas, y tuvo que pensar, con sus ministros, un golpe de mano que asustase a muchos y produjese un fuerte impacto en la “opinión pública”. Para ello, el rey contó con la complacencia del nuevo arzobispo de Sens, Felipe (Philippe) de Marigny, hermano de uno de los ministros de Felipe IV, que tenía la competencia de juzgar a los templarios encarcelados en la zona de París. Preparó un tribunal eclesiástico apresurado para juzgar a algunos templarios que habían retractado las acusaciones anteriores. Los procuradores de los templarios, apenas conocieron la noticia, avisaron a la comisión pontificia de lo que estaba por ocurrir; incluso Pedro de Bolonia entregó un documento de apelación al Papa. Pero sus peticiones no fueron atendidas.
Así, el 11 de mayo de 1310, 54 templarios acusados como “relapsos” (es decir, acusados del “delito” de haberse retractado y de haber querido defender a la Orden ante una comisión pontificia que debería guardar secreto de sus interrogatorios), fueron condenados a muerte, sin que se les dejase ningún margen de defensa. Al día siguiente, 12 de mayo de 1310, los 54 condenados entonaron el “Te Deum” (himno de acción de gracias), antes de que el fuego los consumiese vivos.
Poco tiempo después, otros 15 templarios, en diversos lugares, fueron asesinados en la hoguera. En las cárceles, sea por las torturas, sea por la misma insalubridad de las prisiones, la muerte había causado ya no pocas víctimas entre los templarios que mendigaban un poco de justicia humana. A muchos de los que morían en las cárceles les fueron negados los sacramentos y la sepultura en un cementerio cristiano.
25. El rey imponía, de este modo, el sistema del terror. Muchos templarios dispuestos antes a retractarse dejaron ahora de hablar en favor de su Orden. Otros, como el mismo Pedro de Bolonia, escaparon, pues se dieron cuenta de que la maquinación contra la Orden era más poderosa que las más elementales normas de justicia, y que no había ningún margen de defensa equa. No faltaron algunos que continuaron en su empeño por defender al Temple. Como aquel templario que, el día 13 de mayo de 1310 (un día después de la muerte de sus 54 compañeros), se atrevió a declarar ante la comisión pontificia:
“Yo he confesado algunos artículos a causa de las torturas que me infligieron Guillermo de Marcilli y Hugo de la Celle, caballeros del rey, pero todos los errores atribuidos a la Orden son falsos. Al mirar ayer cómo eran conducidos a la hoguera 54 freyres por no reconocer sus supuestos crímenes, he pensado que yo no podré resistir al espanto del fuego. Lo confesaré todo si quieren, incluso que he matado a Cristo”.
26. ¿Qué ocurría, mientras, en otras naciones? No nos detenemos ahora para hablar de lo que ocurrió en tantos lugares entre 1307 y 1312. Podemos decir, en modo de resumen, que hubo reyes, como Jaime II de Aragón y Eduardo II de Inglaterra, que inicialmente defendieron a los templarios por su fama y los nobles servicios prestados a los reinos cristianos. Pero cuando se hizo pública la orden papal de arrestar a los templarios y “poner a salvo” sus bienes, la catástrofe fue inevitable.
En algunos lugares, los templarios fueron sometidos a tormentos, pero ello no les llevó a declararse culpables, mientras que en otros, algunos de los torturados confesaron aquellos delitos que no habían cometido. Hubo también varios procesos diocesanos en los que se declaró la inocencia de los caballeros del Temple. No faltaron monarcas que aprovecharon la situación para expropiar a los templarios de sus bienes, a pesar del disgusto de Clemente V.
El caso de Aragón fue especialmente interesante, pues los templarios fueron declarados inocentes en el proceso inquisitorial. El rey, sin embargo, decidió apoderarse de sus bienes, y los templarios se alzaron en armas. Fue el único lugar donde ofrecieron una resistencia militar en toda regla. Jaime II tuvo que conquistar, uno por uno, los castillos de la Orden presentes en su reino.
En Portugal, en cambio, los templarios gozaron del favor del monarca reinante, don Diniz. Éste los tomó bajo su custodia y dejó que el proceso diocesano siguiese su curso normal. Terminadas las averiguaciones, los templarios fueron declarados inocentes, y el rey quiso “fundar” de nuevo a la Orden (ya suprimida por el Papa) con el nombre de Caballeros de Cristo. En Alemania los procesos canónicos mostraron también la inocencia de los templarios.
Es oportuno notar que en Chipre, la sede central de los templarios, fue organizado un proceso contra los miembros de la Orden (unos 180 en la isla). De entre ellos, muchos eran franceses y de otros lugares de Europa, y ninguno admitió conocer delito alguno de aquellos caballeros que habían sido antes compañeros en el Temple y que ahora confesaban culpas absurdas en las prisiones de Francia.
D. La disolución de la Orden del Temple
27. El golpe final contra los templarios sólo podía darlo el Papa, y Clemente V pensó hacerlo con el apoyo de un concilio. Así, se convocó el concilio de Vienne (1311-1312), que tenía ante sí tres asuntos centrales: el “problema” de los templarios, la organización de una cruzada en Tierra Santa, y la reforma de la Iglesia. Mientras se organizaba el concilio siguieron los interrogatorios individuales de templarios por parte del obispo de París, en los que los miembros de la Orden mostraron su debilidad con retractaciones y autoacusaciones que se sucedían continuamente.
Las presiones del rey, para proceder al concilio, eran muy fuertes, y supo combinarlas con una carta escondida que mostraba en los momentos difíciles: cuando intuía que el Papa podía tomar una actitud más favorable a los templarios, “resucitaba” el tema del proceso contra Bonifacio VIII (que había quedado un poco entre paréntesis) para dar a entender que si el Papa no accedía a los deseos del rey podría volver a encontrarse con nuevas presiones para juzgar la memoria del Papa Caetani, esta vez en un concilio universal.
Además, el tema de la cruzada influía no poco en Clemente V. En efecto, el Papa veía que al contentar a Felipe el Hermoso con la supresión de los templarios, podría facilitar luego el apoyo francés para encabezar un poderoso ejército al que se unieran los demás reyes cristianos.
28. El concilio inició el 16 de octubre de 1311. La curia papal había reunido un enorme material con las actas y procesos preparados en las comisiones pontificia y diocesanas. En una consulta secreta que se tuvo en diciembre de ese mismo año 1311, Clemente V preguntó si era conveniente dar opción de defensa a los templarios, y la mayor parte de los obispos respondió afirmativamente. Pero, como veremos, tal defensa no tuvo lugar, pues el concilio dejó de lado el proceso para “cerrar” el tema con una decisión más de oportunidad política que de respeto a la justicia.
En una comisión interna que se dedicó a analizar las actas, muchos hicieron notar que no cabía, en justicia, una condena contra la Orden del Temple. No faltaron voces prestigiosas, sin embargo, que se alzaron a favor de la supresión de los templarios.
Por su parte, el rey francés volvió a jugar la baza de la presión política: convocó unos nuevos estados generales en Lyon, en febrero de 1312, y volvió a hacer presentes los muchos crímenes cometidos por los templarios. Además, envió a Nogaret y a otros embajadores a la sede del concilio, Vienne, para ejercer una mayor presión sobre el Papa. Hizo llegar un poco más tarde una carta, fechada el 2 de marzo de 1312, donde pedía insistentemente a Clemente V que suprimiese a los templarios y diese sus bienes a otra orden. El 20 de marzo, el rey llegaba a la ciudad del concilio acompañado de un nutrido séquito.
29. Dos días después de la llegada de Felipe V, el Papa reunió un consistorio particular para dirimir la cuestión. La mayoría de los participantes votaron a favor de la supresión de los templarios, no por vía judicial (lo cual evitaba el hacer un juicio público en el que sería posible que los templarios se defendiesen) sino por vía “de provisión apostólica” (por una decisión administrativa).
El Papa quedó tranquilo. Preparó la bula “Vox in excelso” (que lleva la fecha de 22 de marzo de 1312), y la presentó al concilio el 3 de abril de 1312. El concilio no puso objeciones a la decisión papal. En la sesión solemne, junto al Papa, estaba sentado el rey francés: había triunfado, al menos a los ojos de quien ve la historia sólo como un conjunto de intrigas y maniobras humanas.
Los templarios fueron suprimidos, explicó el Papa, no como consecuencia de un juicio condenatorio, sino como provisión apostólica en virtud de los poderes papales. ¿Qué motivos se adujeron para tal decisión? El Papa reconoció que no había sido probada la culpabilidad de la Orden; pero, como la Orden se encontraba tan fuertemente difamada, y algunos de sus dirigentes habían dado confesión espontánea (así dijo Clemente V) de sus crímenes y delitos, ya no podía cumplir su fin propio (servir y defender la Tierra Santa), y era algo casi seguro que ya nadie querría ingresar en la misma.
Podemos decir, por tanto, que los templarios no fueron suprimidos en cuanto culpables: los delitos no habían sido suficientemente probados, ni eran válidas las declaraciones firmadas bajo las torturas, ni se había dado espacio a una defensa digna de tal nombre, ni se habían respetado numerosos aspectos necesarios para un mínimo respeto a la justicia. Fueron suprimidos simplemente porque así lo decidió un Papa sometido a la presión injusta de un rey ambicioso.
30. Quedaban dos asuntos pendientes en todo este largo proceso. El primero se refería a los bienes de los templarios. ¿Qué hacer con ellos? Felipe IV el Hermoso, a través de sus ministros, ya había echado mano a buena parte del tesoro de la Orden del Temple en París, pues desde 1307 mejoró notablemente su economía. Pero había que tomar una decisión que fuese aceptada por el Papa. Aunque el rey manifestaba su deseo de que los bienes fuesen entregados a una nueva Orden militar, el Papa determinó, con la bula “Ad providam Christi Vicarii” (2 de mayo de 1312) que los bienes confiscados (los que quedaban...) fuesen destinados a la Orden de San Juan de Jerusalén, menos aquellos bienes que se encontraban en los reinos hispánicos, sobre cuyo reparto hubo que esperar diversos años.
Según parece, el rey francés tenía planeado, con su fiel Nogaret, iniciar también un proceso contra los Hospitalarios, pero la muerte les detuvo en sus ambiciones. De todos modos, el rey se vio libre de sus no pequeñas deudas con los templarios, y recibió importantes sumas de dinero por diversos conceptos relacionados con el largo proceso, con lo que en parte su ambición quedó satisfecha.
31. El segundo asunto era más delicado. ¿Qué hacer con las personas de los templarios? Clemente V determinó, el 6 de mayo de 1312, que continuasen los procesos diocesanos, mientras que el juicio sobre el Maestre y otros dirigentes de la Orden quedaría reservado al Papa (cosa que, en realidad, delegó a una comisión de eclesiásticos). Estableció asimismo que se asegurase la devolución de sus bienes a los templarios inocentes, y que fuesen tratados benignamente aquellos que confesasen sus culpas.
Los dirigentes de los templarios fueron juzgados por dos cardenales y el arzobispo de Sens, Felipe de Marigny (que ya conocemos por sus arbitrariedades), según una decisión del Papa en diciembre de 1313. El 18 de marzo de 1314, sin haber dejado espacio a la defensa de los acusados, se emitió la sentencia en una sesión pública que se tuvo en la misma París: cadena perpetua a los culpables. Jacobo de Molay y Godofredo (Geoffroy) de Charney (que era preceptor de Normandía), sin que nadie les preguntase, tomaron la palabra y declararon ante los presentes su inocencia.
“Nosotros no somos culpables de los crímenes que nos imputan; nuestro gran crimen consiste en haber traicionado, por miedo de la muerte, a nuestra Orden, que es inocente y santa; todas las acusaciones son absurdas, y falsas todas las confesiones”.
Este gesto de valor impresionó profundamente a los presentes. Los jueces decidieron tener al día siguiente una nueva sesión para decidir qué hacer después de lo ocurrido. Pero la noticia llegó con rapidez al rey, que no quiso esperar más tiempo. Ordenó por su cuenta que los dos templarios fuesen quemados vivos ese mismo día. Jacobo de Molay y Godofredo de Charney morían bajos las llamas, pocas horas después, en una isla del río Sena. Algunos dice que Jacobo, antes de morir, pidió que le aflojasen las cadenas para poder unir sus manos como gesto de un caballero que quiere rezar a Dios. No se dio sepultura a los cuerpos de las víctimas: sus cenizas fueron arrojadas a las aguas del río, testigo mudo de una injusticia absurda.
La muerte nos iguala a todos. Pocos meses antes de la muerte de Jacobo de Molay, en 1313, Guillermo de Nogaret dejó este mundo para presentarse al juicio verdadero, el que se produce ante Dios. El Papa Clemente V, con el agravarse de sus enfermedades, quiso salir de Aviñón para dirigirse a su tierra natal, pero falleció antes de llegar a su meta, el 20 de abril de 1314. Felipe IV pudo saborear pocas meses su “victoria”, pues moría en el otoño de ese mismo año.
E. Algunas reflexiones conclusivas
32. Los hechos presentados hasta ahora suscitan, en nosotros, reacciones vivas de dolor ante tal cúmulo de injusticias. Nos faltan, desde luego, elementos de contextualización de una época en la que las injerencias políticas en asuntos religiosos eran tristemente frecuentes, si es que no eran defendidas incluso a través de pseudorazonamientos teológicos o de escritores panfletarios. El mundo europeo vivía, además, unos momentos de convulsión, en el que las luchas internas entre los nobles de los reinos, entre las naciones y los pueblos, entre el papado y algunos monarcas, se combinaban con las presiones que, de diverso modo, ejercían algunos pueblos dominados principalmente por grupos musulmanes que querían conquistar nuevas tierras “cristianas”.
Los sistemas jurídicos permitían, además, un complicado juego de interacciones entre tribunales eclesiásticos y tribunales civiles. El uso de la tortura, algo normal en los reinos medievales, era también admitido como “método” para obtener la confesión de culpables que no “serían capaces” de confesar sus delitos y herejías sin una presión “proporcionada” al grado de su nivel de perversiones.
Tenemos que reconocer, sin embargo, que la tortura era suficiente para amedrentar incluso a caballeros y soldados que se distinguían por su valor en la guerra, como lo habían sido los templarios. Pero un momento de miedo o de abatimiento no puede ser motivo suficiente para descalificar completamente a una persona. Jacobo de Molay y otros templarios firmaron, bajo tortura, confesiones de delitos falsos, y ello puede ser interpretado ciertamente como un gesto de debilidad. Pero la historia de cualquier caballero (de cualquier ser humano) no queda circunscrita sólo a una parte de su vida, por muy oscura y triste que pueda aparecer, sino que abarca la totalidad de sus gestos y el nivel de su adhesión sincera y perseverante a la fe y al amor.
Podemos recordar aquí lo que fue afirmado en un concilio provincial que tuvo lugar en Ravena, en junio de 1311 (es decir, en medio de la tempestad contra los templarios): debían ser considerados inocentes quienes, después de haber declarado su culpabilidad bajo torturas, luego se retractaban. Es, por tanto, legítimo decir que las autoacusaciones firmadas por los templarios tras las torturas no valen nada. Como hemos podido constatar, tristemente, en numerosos procesos organizados por los sistemas totalitarios del siglo XX, procesos en los que miles de inocentes se declaraban culpables de crímenes que nunca habían cometido.
Por lo mismo, Jacobo de Molay merece, como tantos otros templarios, un homenaje. Su último gesto de heroísmo le convierte en un auténtico testigo de la verdad y la justicia. La historia debe reconocer que se enfrentó a fuerzas poderosas y a intrigas profundas, capaces de destrozar, ayer como hoy, incluso a los temperamentos más robustos. Jacobo sucumbió al inicio de la prueba. Pero supo alzarse desde sus cenizas para defender, hasta el último gesto de su vida, la inocencia de la Orden del Temple.
33. Muy distinto, en cambio, debería ser nuestro juicio sobre el rey Felipe IV el Hermoso, un triste esclavo de su propio poder, un hombre capaz de ampararse hipócritamente en su “amor a la Iglesia” para destruir y aniquilar a inocentes a través del uso de todo tipo de argucias y de fechorías, con la mirada puesta solamente en sus ambiciones de grandeza y dinero; un tirano capaz de todo con tal de dar rienda suelta a odios profundos o a envidias despreciables.
34. Quedaría, ciertamente, ofrecer alguna reflexión sobre las numerosas y a veces absurdas leyendas que giran en torno a los templarios. Intentar una respuesta acerca de las mismas llevaría un trabajo arduo para ver cómo y por qué han sido inventadas, aceptadas y difundidas narraciones llenas de fantasía y errores que muestran muy poco sentido histórico y, en no pocas situaciones, mala fe y deseo de engañar al gran público.
Sería, sin embargo, una pérdida de tiempo luchar contra una nube de mentiras y calumnias. El camino más correcto a seguir, en el estudio de cualquier asunto del pasado, es confrontarse con los documentos y dejar de lado suposiciones que se difunden con facilidad pero que carecen de apoyos sólidos. Es lo que hemos pretendido con estas reflexiones que, desde luego, habrá que corregir si nuevos documentos auténticos (la misma historia nos ha mostrado que existen documentos falsos y que a veces tienen una acogida enorme) ofrezcan elementos de juicio que lleven a modificar lo que los estudiosos actuales nos dicen sobre el tema en cuestión.
En este sentido podemos señalar que, a inicios del año 2006, fue dado a la luz un documento reencontrado en los archivos vaticanos en el que se recoge la absolución del Papa Clemente V a Jacobo de Molay y a los dirigentes de los templarios, documento que lleva la fecha de 17-20 de agosto de 1308 y que está firmado por varios cardenales. El documento, conocido como "folio de Chinon", puede ser visualizado en la página del Vaticano (cf. http://asv.vatican.va/es/doc/1308.htm). Posteriormente, cuando se cumplían los 700 años del inicio del drama de los templarios (octubre de 2007) vio la luz el volumen histórico “Processus contra Templarios”, que recoge los originales de las actas del proceso oficial contra los templarios (desde junio de 1308 hasta el año 1311).
35. La historia de los templarios nos pone, como cada historia humana, ante el misterio del ser humano. Grande por ser amado por Dios, por haber recibido un alma inmortal, por haber sido redimido por Cristo. Pequeño por las heridas que el pecado original deja en todos. También en caballeros como los templarios, humillados ante la fuerza de un rey, sometidos ante un Papa que se vio aprisionado en un absurdo juego de intereses humanos, víctimas de la codicia de un rey asesino.
Los templarios fueron derrotados: dejaron de existir como institución al servicio de la Iglesia en su marcha temporal. Cuentan, sin embargo, con un lugar en el corazón de Dios según la medida de su amor y de su confianza en Cristo, Salvador del mundo y Señor de la historia, Juez que conoce los corazones y que descubre verdades que escapan a los ojos del más atento investigador, pero no de quien nos ha creado por amor y para el amor.
Autor: P. Fernando Pascual
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